Ahora puedo decir que la semana pasada fue mi última cita con el Sr. L, pues
debía entregarle los encargos que me hizo cuando le conté sobre mi viaje a
Turquía. Para ser sincero, le insistí mucho en que él viniera a mi casa por
varias razones.
En primer lugar, ya no me resulta rentable gastar diez mil pesos pagando un
radio taxi, siendo que podría ahorrar para un próximo viaje. Sin embargo, me
ofreció pagar la carrera y pensé «No
puedo ser tan avaro».
En segundo, tendría a mamá presente, dándome la seguridad de que ni por
casualidad Sr. L tendría oportunidad para decirme algo desagradable como
acostumbraba hacer. Empero, pensé «A
esta edad debería saber defenderme solo».
En tercero y lo más importante, evitaría lo que ahora me parece el desagradable
espectáculo de verlo desnudo cuando sale de la ducha, habiendo yo llegado a su
departamento. Si invito a alguien, no espero que llegue a mi casa para comenzar
a asear todo y ducharme; mucho menos dejo que me vea desnudo así nada más. Al contrario,
cuando mis visitas llegan todo está limpio y yo me encuentro listo para recibirles.
Como no quería pasar por eso, le advertí explícitamente que si insistía
tanto en invitarme, debía tener todo listo y haberse duchado cuando llegara, de
modo que pudiéramos salir a tomar un café por ahí cerca sin perder tiempo
esperándolo. Acudí entonces porque aceptó mis condiciones.
Y por vez primera no le pedí que estuviésemos solos, pues quería a toda
costa evitar darle oportunidades para pasarse de listo. Al contrario, no me
habría molestado si hubiese estado presente su pareja.
Desgraciadamente, cuando llegué a su departamento me encontré con que aún se
hallaba limpiando la cocina y no se había duchado. Empezamos mal. Por fortuna
la demora se debía a Javier, un amigo suyo al que había invitado a almorzar y
que todavía no se retiraba… Mientras Sr. L se duchaba, su amigo y yo charlamos
sobre el viaje y al mismo tiempo, me aprontaba para sacar de mi mochila los
regalos: un imán para el refrigerador, un llavero y un ojo turco que puede
colgar en la pared para espantar las malas energías.
Cuando salimos del departamento, insistí en que Javier nos acompañara
tomando café, pero debía irse para cumplir con otro compromiso y ya estaba
retrasado.
- Qué extraño –me dijo Sr. L.
- ¿Qué cosa? –le pregunté.
- Que hayas invitado a Javier, porque siempre insistes en que estemos solos.
- Bueno, sí. Pero ahora tenía ganas de que nos acompañara.
- Yo siempre trato de que Cristián no venga cuando estás, por la misma razón
–me mintió, porque nunca evitó nada.
- No es necesario. ¿Cómo está? –le pregunté.
Cuando salimos del departamento, insistí en que Javier nos acompañara
tomando café, pero debía irse para cumplir con otro compromiso y ya estaba
retrasado.
- Qué extraño –me dijo Sr. L.
- ¿Qué cosa? –le pregunté.
- Que hayas invitado a Javier, porque siempre insistes en que estemos solos.
- Bueno, sí. Pero ahora tenía ganas de que nos acompañara.
- Yo siempre trato de que Cristián no venga cuando estás, por la misma razón
–me mintió, porque nunca evitó nada.
- No es necesario. ¿Cómo está? –le pregunté.
- ¿Te conté que terminé con él? –dijo.
- ¿Y por qué? –volví a preguntarle.
- Porque estaba amarrándome mucho –contestó.
La verdad es que sólo hasta ahora estoy listo para aceptar que Sr. L no es
una persona hecha para adquirir compromisos…, ahora, que ya no me interesa
ponerle un anillo en el dedo, que él ve como un collarín en el cuello.
Durante el resto de la tarde apenas tocamos el tema de mi viaje, pues
nuestra conversación se centró en cuánto extrañaba él la aventura de
emborracharse perdidamente y tener sexo casual con alguien que encontrara en
algún antro y de quien no supiera ni el nombre, para poder dejarlo allí
después.
Yo en tanto, intentaba cambiar el tema comentándole sobre los artículos que
venden en la Feria de Las Pulgas que recorríamos entonces.
Lo siguiente fue oírle decirme que había olvidado cuándo fue su última vez
haciendo rol de pasivo, pues entonces había consumido cocaína y su memoria no
lo acompañaba… Ya me resultaba evidente cuál era su intensión: ver si mi viaje
me había servido para olvidarlo o seguía interesado en él como estuve hasta
junio pasado.
Ciertamente tuvo razón para sospechar algo así, pues en Turquía vi otras
realidades que superan por mucho mis expectativas.
Sin embargo, es irónico que para pasar página, haya tenido que viajar hasta el
otro lado del mundo; pero funcionó.
Llegado un momento en que me contaba sobre sus experiencias íntimas, puede
decirse que Dios me salvó de no pedir un radio taxi en la calle. Pasábamos fuera
de la Catedral de Santiago.
- ¿Entremos? –propuse, cortándole el tema.
- ¿Y para qué?
- Quiero conocerla por dentro –dije.
Así entramos y en la oscura e increíblemente fría bóveda, mientras sacaba
fotos con su cámara, una vez más habló:
- A veces pienso que me gustaría terminar mi vida recluido en un monasterio.
- ¿Tú, un sacerdote? No te veo.
- Cuando me canse de esta vida gay, me gustaría hacer los votos
sacerdotales. ¿Por qué no? –cuestionó.
- Porque para ser sacerdote se debe tener vocación religiosa. No haces voto
de castidad cuando te has cansado de ser un fornicador libertino y vicioso –le dije,
dejándolo callado por momentos.
- A veces te pones tan serio –me reprochó.
- Y tú tan frívolo –le respondí.
Cuando finalmente llegamos a su departamento y se había cansado de lanzarme
indirectas sobre sus vivencias sexuales o cuánto extrañaba abandonarse a sus
costumbres, como si hubiese tenido un celibato muy prolongado, hizo algo que
jamás antes había hecho desde que nos conocimos y que yo siempre busqué sin
tener éxito: me abrazó por la espalda.
- ¿Y eso? –me extrañé.
- Tenía ganas de abrazarte –me respondió.
- Ah –exclamé girando la cabeza hacia mi derecha, mirando su mano.
Inmediatamente me soltó como si lo hubiese empujado. Estoy convencido de que
si hubiese girado hacia la izquierda, donde apoyaba su cabeza sobre mi hombro,
me habría besado pero no le di oportunidad y fue lo mejor.
Al poco rato nos despedimos y vine a casa. Ya no siento por él lo mismo que
antes y ahora puedo ver cuántas veces me subestimó. Creo que ésta será la
última vez que nos veamos. Tal vez sea la única forma de liberarnos ambos de una amistad poco sana.